De tanto en tanto –una temporada de vacaciones o días libres, por ejemplo– aparece una ocasión propicia para darse un viaje por las segundas filas de libros de las estanterías; las que reúnen esos ejemplares que, por lo que sea , quedaron ocultos del primer plano.
La parte de atrás de las bibliotecas caseras puede estar formada por una única hilera de libros pero, a veces, esa segunda fila actúa también como viga maestra y sostiene una tercera que asoma sobre la principal y en la que, acercando los ojos o forzándolos, es posible atisbar los títulos de sus lomos. Revisar la parte de atrás de las estanterías algún día de no hacer nada puede ser un viaje como otro cualquiera a tu interior o a tu pasado y preguntarte, por ejemplo, cómo es posible que llegaras a leerte no uno, sino dos y tres libros de ese autor que hoy consideras impresentable; o intentar recordar cómo llegó hasta ahí ese libro, todavía con papel celofán sin rasgar y que –evidentemente– no llegaste a leer y que ahora abres como una adquisición reciente; o descubrir ese libro de poemas idéntico (aunque en una edición posterior) a otro situado en lugar bien visible que compraste para regalar a alguien y, por lo que fuera, no le llegaste a regalar por arrepentirte o para no parecer muy pedante.
Es posible que, también en segunda o tercera fila, repares en el libro que te dio a leer la amiga que tenía un amigo que escribía. Vaya, alguna vez habría que guardar juntos todos los ejemplares de esa novela de espadachines en dos tomos que compras de manera compulsiva cada vez que se te cruza. Incluso en esa versión pulga de alguna librería de viejo que ya no existe y cuyo texto es imposible leer por su letra menuda. Pero qué diablos hace ahí esa biografía que había olvidado totalmente. De tanto en tanto, y como en un juego de piezas, te atreves a mover y cambiar los libros de sitio. Y les quitas el polvo, claro.
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