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Q uizá dentro de unas décadas se estudiará el momento histórico que estamos viviendo como un cambio de era en todos los sentidos: social, económico, ideológico. Algo así como la revolución neolítica o el Renacimiento, que cambiaron el mundo para siempre y sin posibilidad de vuelta atrás. Tal vez aquellos babilonios de hace diez mil años no eran conscientes de que lo que estaban haciendo –sembrar semillas y acariciar animales salvajes– nos llevaría hasta aquí. Y nosotros tampoco nos damos cuenta de la cantidad de cosas que están cambiando. Para empezar, la mentalidad de nuestros jóvenes. Los que crecimos en los setenta y ochenta nos acostumbramos con naturalidad al machismo más casposo, a las jerarquías indiscutibles, al tabaco en todas partes y a todas horas, a la palabra del padre como sagrada, al respeto reverencial al cura, al jefe, a los viejos, incluso cuando alguno de ellos tenía la mano demasiado larga y tocaba lo que no tenía que tocar.

Entonces, callábamos. Hoy, por suerte, nuestros chicos y chicas son más valientes, seguros de sí mismos y mucho más conscientes de su propio cuerpo, de su propio valor y de sus sentimientos. No se dejan pisotear y respetan solo lo que es respetable, empezando por la vida de cualquier ser vivo y la libertad para vivirla como les dé la gana. A muchos «viejos» todo esto les resulta intolerable, signo de que ya no pertenecen a la sociedad del mañana. Es posible que esas generaciones encuentren en el camino enormes dificultades, creo que ninguna generación lo ha tenido excesivamente fácil nunca en la historia, pero estoy segura de que sabrán crear un mundo nuevo con muchísimos problemas y defectos, pero también más honesto y más libre.