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Liz Truss, la premier británica, se las prometía felices. Aupada por su partido, relevaba el desastre de su antecesor, Boris Johnson, con la idea de imprimir un cambio que favoreciera el crecimiento económico y sacar de la atonía a la maltrecha economía británica. Parecía imposible superar los despropósitos del extravagante y despeinado líder conservador. Pero el disparate ha aparecido, nuevamente, cuando la ideología más severa y acrítica se ha afianzado, una vez más, en un gabinete ministerial. Con una fuerza tan aparentemente incólume como sorprendente, Truss, siguiendo el recetario de su admirada Margaret Thatcher, decidió anunciar la bajada de impuestos a los ricos y, a la vez, ayudas a empresas afectadas por los problemas energéticos. Estos dos anuncios concretan números: en el primer caso, dejar de ingresar 43 mil millones de libras; en el segundo, incrementar el gasto en 150 mil millones de libras. Un desequilibrio tan flagrante –con solo dos datos en el tapete– que no pasó desapercibido por nadie: ni por los mercados, ni por el propio partido conservador. La pirueta contable de Truss es inexplicable, un insulto al sentido común, y no se acierta a entender cómo ningún economista reputado –que seguro los tienen los tories– advirtiera que esa ecuación era inviable. El resultado es conocido: devaluación de la libra, paralela a la subida de tipos de interés e intervención final del Banco de Inglaterra ante la amenaza de venta de bonos que nucleaban pensiones privadas. Un desastre que, lejos de conseguir confianza, está generando enormes prevenciones en el mundo económico y en el propio seno del partido gobernante.

Los mercados reaccionaron con furia ante tamaño desaguisado. Podríamos decir que, aquí sí, el sentido común imperó ante esta burda ideologización de la economía. Una ideologización que ha sido duramente criticada en artículos publicados en The Economist y Financial Times, cabeceras ineludibles del liberalismo económico. Ese nacionalismo económico exacerbado, que nace con la propuesta y convocatoria del referéndum para salir de la Eurozona, que defiende la expulsión de inmigrantes, que sigue soñando en las viejas costuras de un imperio que no existe, se ha revelado una hecatombe económica que ha arrasado a varios primeros ministros.

Una gran responsabilidad de todo esto radica en el neoliberalismo político y económico que se ha ido adueñando del espectro sociológico británico. La creencia, en definitiva, en un régimen político superior, autónomo, alejado del continente europeo, y con unas reglas económicas edificadas sobre la voluntad estricta de los mercados, la no intervención pública, la contracción de los impuestos y la liberalización de sectores productivos estratégicos. Ambos ámbitos han ido destruyendo todos los grandes avances del laborismo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Es el retorno a directrices económicas que se han revelado fracasadas. Pero que, curiosamente –o no tanto– se ha creído en tales admoniciones cuando ahora, esos mercados a los que se glorificaba, no se han tragado la patraña de que reducir los impuestos a los ricos traerá prosperidad general.