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Mucho se ha hablado de las selecciones deportivas vascas y cómo su existencia daña a la unidad del Estado y puede extenderse, además, como una mancha de aceite.

Menos atención, sin embargo, ha tenido una frase del lehendakari Urkullu en un mitin abogando por «el derecho inalienable a ser juzgado por nuestros propios jueces», es decir, rompiendo la unidad jurisdiccional y estableciendo una alevosa diferenciación entre «propios» y «ajenos».
Por si a alguien no le había quedado claro, el presidente de Euskadi aprovechó la oportunidad para reiterar que él se siente exclusivamente vasco, con lo que se infiere que los «propios», en este caso los jueces, deben ser del mismo tenor.

La frase de la primera autoridad vasca es toda una declaración de principios que, por una parte, ataca directamente a la independencia del poder judicial y, por otra, presupone que los jueces «propios» tendrán una distinta vara de medir conflictos que hasta ahora se dirimen por gente no adecuada para la labor.

O sea, que los jueces «impropios» están cometiendo poco menos que prevaricación.
La distinción entre «nosotros» y «los demás» no es nueva y nos recuerda a la frase retórica de «los hunos y los hotros» que empleaba Unamuno para referirse a las barbaries de ambos bandos de la guerra civil. Porque es cierto que cuando hablamos de «los propios» aludimos a los que consideramos buenos, idóneos para lo que sea, frente a «los ajenos». Es decir, los malos, los inadecuados para ningún tema.

En este cainismo, en esta burda manipulación de ser juzgados por quienes opinan como nosotros, hemos caído ya, y al más alto nivel, además.