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Hace tiempo que el acto de pedir perdón se ha colado en el lenguaje judicial, como si fuera un castigo o como si resolviera una afrenta. Acaba de ocurrir con el muchacho de la residencia de estudiantes que profirió a grito pelado toda clase de barbaridades machistas y provocó el bochorno general durante días. El chico es mallorquín y al comparecer en el juzgado donde se valora su presunto «delito de odio» se apresuró a pedir perdón. Soy consciente de que para muchas personas esto ya es suficiente. Porque la formación cristiana que arrastramos desde hace dos mil años nos lleva a conformarnos con esa cosa fácil y tontaina que es pronunciar una palabra –«perdón»– para borrar de forma mágica el problema. Y no, no se borra. Tampoco creo que lo del chaval este haya sido un delito de odio, ni mucho menos.

Es, como ese mandato mental que llevamos desde Cristo, una tara de pensamiento enquistada en el cerebro de la mayoría desde hace seguramente más miles de años: el machismo. Las encuestas lo confirman hoy: una buena parte de la población cree que no debería castigarse la violación dentro de la pareja; otra buena parte considera aceptable pegar a la pareja si te ha puesto los cuernos, etcétera. El problema no es proferir cánticos obscenos y humillantes contra mujeres, no es pedir perdón o aceptarlo, el problema es tener el cerebro tan deformado que no seamos capaces de distinguir lo que es respetable y lo que no.

El machismo impregna la sociedad en todas y cada una de sus esferas. Este muchacho lo lleva tatuado en los genes. Seguramente las chicas a las que insultó, también. Eso es lo que hay que cambiar, contra lo que hay que luchar. Y ojalá se consiguiera con una palabra mágica. Pero no.