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Los que me conocen saben que soy una forofa de la historia, especialmente la antigua, y me pirra perderme entre las ruinas de cualquiera de las antiguas civilizaciones que poblaron nuestro mundo milenios atrás. No solemos ser conscientes, pero aunque nos sobrecoge la cifra de actuales habitantes del planeta –ocho mil millones de almas–, es mucho más impresionante el número de quienes nos precedieron. Ahí mismo, bajo el asfalto, bajo nuestros pies, yacen los huesos de infinidad de seres humanos que, como nosotros, también soñaron, rieron, lloraron, sufrieron y amaron. Solo conocemos el nombre y la historia de algunos, pocos, pero a buen seguro que todos tenían algo que contar. Dentro de unos días, las excavadoras tomarán por asalto la playa de sa Coma, en Sant Llorenç, ahora paraíso turístico que sale perfecta en las postales y en Instagram, pero que oculta, como cada rincón de la Tierra, su propio cementerio.

No ha pasado tanto tiempo, ochenta y siete años, cuando esos mismos arenales fueron el escenario del desembarco del capitán Bayo al frente de los milicianos republicanos que querían liberar Mallorca de los golpistas. La operación fue un desastre, el propio Bayo reconocía que sus posiciones costaban entre ocho y diez muertos diarios. La batalla duró veinte días, así que podemos echar cuentas. Fueron unos ocho mil los hombres de la República que tomaron la costa, aunque se desconoce cuántos de ellos murieron allí mismo. Quizá logremos saberlo con seguridad ahora, tras las excavaciones. Decenas, cientos, quizá miles de almas permanecen ancladas a ese lugar siniestro que, sin embargo, casi un siglo después, solamente asociamos con el largo, luminoso y cálido verano, con las vacaciones y el gozoso tiempo de ocio.