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Algunos expertos nos advierten desde hace décadas de que el mundo se acaba si no ponemos freno inmediato al frenesí consumista en el que llevamos inmersos –el mundo occidental desarrollado– desde el final de la II Guerra Mundial. Otros son más cautos, pero en general la opinión pública está de acuerdo en que tenemos la enorme responsabilidad de cambiar de vida para salvar el planeta. Estoy segura de que si sales a la calle y haces una encuesta espontánea a mil personas, al menos 990 estarán de acuerdo con esa premisa. Sin embargo, la realidad va por otros caminos. Lo comprobamos constantemente.

Nos hemos acostumbrado a reciclar separando nuestros residuos, intentamos ahorrar agua, hemos cambiado a las bombillas led, reutilizamos ropa y le damos nuevo uso a objetos viejos... pero ahí acaba todo. La mayoría no está dispuesta a hacer mayores sacrificios. Y mucho menos si eso implica afectar al entorno paisajístico en lugares como Mallorca, donde este tiene un enorme valor. Los campos llenos de placas fotovoltaicas, el horizonte marino roto por molinos de energía eólica, las calles surcadas por patinetes eléctricos, pagar el doble por un coche que no consume carburantes fósiles, dejar de viajar en avión, tener menos hijos o dejar de tenerlos... todo eso nos resulta inaceptable porque transforma el lugar donde vivimos y, peor aún, la forma en que vivimos.

Nadie quiere hacer sacrificios, más allá de pequeños gestos sencillos que vamos interiorizando desde hace tiempo. El razonamiento es simple: no queremos vivir peor. Lo que no nos cuentan es que, quizá, si se cumplen las profecías más apocalípticas, no es que vayamos a vivir peor, es que la vida se convertirá en un auténtico infierno.