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Los mallorquines solemos interesarnos por los demás. Si vamos por la calle y nos cruzamos con algún conocido, le preguntamos amablemente cómo le van las cosas. Sin embargo, nunca esperamos que ese conocido con quien casualmente nos hemos topado vaya a explicarnos la verdad. Hay convenciones sociales que se sobreentienden, o se dan por sabidas, o por descontado. Si un mallorquín te pregunta cómo te va todo, da por supuestísimo que le vas a responder que bien, aunque estés padeciendo un ataque de apendicitis en ese preciso momento.
De hecho, en la mayoría de los casos, la pregunta no va más allá de un simple comentario amable, de una pregunta retórica que, ya se sabe, nunca espera respuesta. Seamos sinceros: hay respuestas incómodas o inconvenientes.

¿Qué pasaría si ante un ‘va bé?' del vecino, por ejemplo, le contestásemos que estamos fatal y le enumerásemos los problemas que nos afligen? Es muy probable que el hombre se quedase anonadado, sin capacidad de reacción. Y es que las convenciones son solo eso: simples formalismos que regulan una convivencia pacífica pero sin sobresaltos.

Nadie es el psicólogo de nadie. Por eso es de muy mala educación contestar la verdad a una pregunta atenta. ¿Qué pasaría si, de repente, todos empezáramos a ir por el mundo con la sinceridad por bandera? Muchos nos acusarían de ser maleducados, de no tener tacto ni delicadeza. Otros pensarían que hemos perdido la razón. Así están las cosas: la sinceridad se reserva para los contextos adecuados. Momentos de intimidad o confianza con alguien cercano, con un familiar que está dispuesto a escuchar, o con un amigo del alma que sea empático de veras.

A veces, una sonrisa –aunque sea pequeña– o un asentir con la cabeza son suficientes para cumplir con las normas de la buena educación. Seamos prudentes. No es sano ir por el mundo explicando verdades a dentelladas, sin filtro, sin mesura, porque los que son demasiado sinceros suelen acabar muy mal.