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El Estado entiende con buen criterio que usted no puede llevar un arma de fuego en el bolsillo. De acuerdo con la mayoría de la sociedad asume, al igual que lo hacen la inmensa mayoría de Estados, que existe un riesgo en que cualquier ciudadano circule con una pistola, una escopeta o una ametralladora. Uno de los motivos es garantizar su propia hegemonía de la fuerza, el otro que nadie haga daño a otras personas. Ese control se ejerce con una eficacia elevada, de tal forma que es innecesario prohibir la fabricación de armas de fuego. Sin embargo, el Estado se encuentra imposibilitado para que sus ciudadanos se hagan daño de otras maneras. En algunas ni tan siquiera entra. Ocurre que, de repente han aparecido otras formas en las que ni siquiera puede hacer nada.
Esta semana se ha descubierto que unos cuantos alumnos, apenas catorce años, han distribuido imágenes alteradas con inteligencia artificial de compañeras desnudas. La primera tentación será intentar lapidar a los chavales que se han comportado como descerebrados y es cierto que hay un problema ahí.

El asunto de base es cómo es posible que una tecnología que permite manipular imágenes para convertir una fotografía de una chica en pornografía esté al alcance de apenas niños y vendrán cosas peores. Ahí es donde el Estado es incapaz de poner coto. Impedir el acceso a armas es relativamente fácil, a aplicaciones o páginas web es un drama, primero geográfico y luego un galimatías de derechos en colisión con alarmas y riesgos de censuras por doquier. El argumento habitual es que se trata de poner puertas al campo ante lo vasto del terreno donde se juega. Como si el campo no estuviera lleno de puertas ya. Basta con dar un paseo por según qué sitios, donde surgen cada pocos días. Por lo tanto, la tarea no debe ser tan imposible como lo pinta el dicho popular.