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Hay que tener un patriotismo de partido muy a flor de piel para votar hoy al PSOE en las elecciones del País Vasco, lejanas geográficamente pero cuyos resultados pueden determinar, junto a las convocatorias en Catalunya y las europeas, el inmediato futuro de España y, por tanto, de Balears. Entiéndase por patriotismo de partido la obediencia ciega a los designios del líder, aunque sean contradictorios e incoherentes. Los intereses del líder se transmutan en los del partido hasta ser indistinguibles y se sitúan por encima de la razón y del sentido común. En jornadas como la de hoy el cierre de filas en torno al líder es la única opción de pensamiento para el militante o votante socialista.

Pedro Sánchez, en el País Vasco, aplica la marca de la casa. Su gobierno se muestra escandalizado porque Bildu se haya referido a la banda terrorista ETA como «grupo armado»: demuestra «un absoluto desprecio por las víctimas de ETA y la sociedad»; la actitud de Bildu «es incompatible con la democracia»; obviar la muerte de 850 personas –los dos últimos asesinatos de ETA fueron en Calvià– es para los socialistas una «bajeza moral». Su candidato a la presidencia vasca se ha comprometido a dimitir antes que gobernar con Bildu. A pesar de todo lo cual, en una exhibición arrogante de cinismo, la portavoz de Sánchez ha dicho que «nada ha cambiado» en la relación preferente Bildu–PSOE en el Congreso, en línea con aquella declaración del peculiar ministro Óscar Puente calificando a Bildu de «partido progresista democrático» cuando intentaba justificar la entrega de la alcaldía de Pamplona.

Tal es el grado de narcotización social que ha conseguido el sanchismo que ya nada sorprende. «Si no se habla de una cosa, es como si no hubiera sucedido», escribió Oscar Wilde (1854–1900). Y sí ha sucedido: los compromisos del PSOE de endurecer los delitos de sedición y rebelión y sancionar en el código penal la convocatoria de cualquier referéndum ilegal, además de traer, sí o sí, al fugado Puigdemont ante la justicia española, han tenido como traducción práctica el indulto para los condenados por el golpe de 2017, la supresión del delito de sedición, la mitigación de la malversación y, en la cima de la indignidad, la ley de amnistía. Antes de las elecciones generales de julio, cuando el PP alertaba de la posibilidad del borrado de los delitos de los independentistas catalanes, Sánchez y sus ministros salieron en tromba para negar la amnistía por rotundamente anticonstitucional. Hasta el día después: los enviados del presidente retomaron las negociaciones con Puigdemont –desde el mes de marzo del año pasado estaban en ello– ya a plena luz e incluso, para mayor vergüenza, con mediador internacional. Hasta provocar el conflicto institucional entre el Congreso y el Senado, inédito en democracia. En el inmediato presente, a la militancia socialista le tocará tragar con el fraude de las mascarillas, que tan de cerca afecta a la gestión de Francina Armengol, y que según las investigaciones judiciales podría haber engrosado bolsillos particulares. No valdrá la maldad de la malversación buena o mala según el destinatario.

Patriotismo de partido, dicen, para que no gobierne la derecha. ¿Y dónde queda la alternancia, la ética, los principios, la propia democracia?