El otoño, después de un verano de calor agobiante, para muchas personas es la estación del alivio: trae mañanas de sol manso y noches fresquitas. Y en la mesa al mediodía vuelven los platos de cuchara que echan vaho: otro tipo de consuelo después de tantas ensaladas y platos fríos similares. Y en este sentido el otoño es sabio y generoso, porque justo cuando tenemos ganas de comer caliente, los puestos del mercado y las estanterías de los ‘supers' se llenan a montones de hortalizas de raíz: zanahorias, nabos, boniatos, y también las verduras de los potajes como espinacas, acelgas, col, berza o puerros.
Pero hay una hortaliza de la cocina invernal que no veremos apilada en los puestos del mercado aunque está ahí, escondida entre la bandeja de vegetales para el cocido, como una tímida con la cabeza agachada.
Es la chirivía, raíz amarillenta, de la misma familia de la zanahoria y el nabo. Es dulce y sabrosa y quizás su perfume es el más elegante de todas las hortalizas. Pero hoy en día la chirivía es sin duda la cenicienta de las hortalizas, algo desvalida, desdeñosa y hasta desconocida: bastantes adultos españoles de mi entorno ni saben lo que es.
En la Edad Media
No siempre fue así. Pliny el Mayor escribió sobre ellas en su gran enciclopedia Historia Natural (77 aC) y el emperador Tiberius las traía de la zona del Rin en Alemania, de donde son oriundas. En la Edad Media, eran muy populares por su contenido de carbohidratos y su punto de dulzor. En aquellos tiempos, cuando el azúcar importado era un gran lujo y la miel carísima, el pueblo se aprovechaba del dulzor de las chirivías para hacer postres.
En la época de Shakespeare, la aristocracia las comía fritas con pasta de rebozar y rociadas con miel. Durante la Segunda Guerra Mundial, el Ministerio de Alimentos de Londres intentó popularizar las chirivías cocidas en postres, como un sustituto de los plátanos, pero la idea fracasó. El dulzor de las chirivías viene de la conversión de su almidón en azúcares, un proceso que sólo ocurre después de las primeras heladas. Es uno de los pocos vegetales que se puede dejar en la tierra durante las bajas temperaturas de invierno, y cosecharlo cuando se necesita.
Pero cuando el azúcar llegó a tener un precio asequible y la patata del Nuevo Mundo ya era un alimento común, la chirivía dejó de tener gracia para la mayoría. Los españoles hoy día la emplean para condimentar el cocido y para los franceses también es un ingrediente en su pot au feu. Son los ingleses y los americanos los que más cariño tienen por esta hortaliza cenicienta que, simplemente hervida, es de las más insípidas que hay. Cuando una amiga inglesa hace una carne asada, siempre añade siete u ocho chirivías a la bandeja del horno para que vayan chupando grasa y jugos de la carne: ahí está el secreto en sacar lo que la chirivía nos ofrece. Siempre tenemos que recordar que necesita grasa de cualquier tipo y sabores añadidos.
Sugerencias
Una manera muy fácil de sacar el máximo provecho es servirla como guarnición, machacada con patatas u otros tubérculos como la zanahoria, el boniato o el nabo, porque así se puede añadir mantequilla, nata, hierbas y especias al gusto. Los americanos la cortan en bastones y los fríen en aceite abundante como si de patatas fritas se tratara.
Cuando hacemos un caldo con algo de carne y hortalizas, añadiendo tres o cuatro chirivías conseguiremos un sabor elegante. Un caldo así nos dará un risotto sutil e interesante. Si el pastel de zanahoria ya está en su recetario, la próxima vez emplee chirivías y su familia y amigos fliparán. Y que el pastel de chirivías sea algo más grande de lo normal porque todos querrán repetir. Pensándolo bien, será mejor hacer dos.
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